Se escribe por satisfacer la necesidad interior de generar un objeto o ente literario propio, es decir, salido de nuestra deliberación. El drama empieza con el hecho de que sobre nuestro objeto tiene que caer la apreciación externa, la de los lectores, y ellos, no nosotros, decidirán sobre su acierto y calidad. Todo escritor aspira a ser aceptado con entusiasmo y leído con avidéz, sobre todo por las generaciones venideras. Es decir, quiere, casi digo necesita, que su objeto literario alcance la gloria de la fama y perduración. Y esto, como se ve, no es vanidad elemental, sino parte del impulso inicial de creación.
Por eso el trabajo de arte es una apuesta. El artista apuesta a la perduración aunque la probabilidad de alcanzarla sea muy baja. Los dados corren lentamente sobre el tapete verde, y sentimos que si nuestros trabajos sobreviven, algo de nosotros no morirá y estaremos justificados.
Pero pese a estar tan presente en los sueños íntimos del escritor, el tema de la perduración ha merecido poca atención directa de la crítica. Indirecta sí: las historias de la literatura son, en parte, sobre eso. Se juzga de mal gusto hablar sobre la trascendencia, el tema es irritante, tal vez, hasta de mal agüero, y se lo escamotea......
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